Friday 5 December 2008

del libro TIERRA O MUERTE

Pasamos al valle de San Miguel, donde existían pequeñas haciendas a las cuales todavía no habían llegado la sindicalización. Uno de nosotros, vinculado con campesinos de la hacienda más pobladas, se adelantó para convocar una reunión, la que envió una comisión a nuestro encuentro. Se realizó la asamblea de los campesinos de la hacienda con asistencia nuestra. En realidad, independientemente de que portáramos armas, jamás un sindicato campesino de la zona se había organizado con el asesoramiento de una comisión sindical de esa categoría, estábamos: el secretario de organización de la Federación Provincial, el secretario de reforma agraria de la Federación departamental, el secretario de reforma agraria de una liga de 4 sindicatos, 2 generales y otros dirigentes más.
El recién organizado sindicato acordó aplicar de Decreto de Reforma Agraria emitido por nosotros y ya ejecutado en otras zonas. Acordó además aceptar en su seno a todos los campesinos de ese valle, ya que las otras haciendas eran muy pequeñas para tener un sindicato propio. Otro acuerdo fue ir en conjunto a comunicar esta nueva al hacendado, recomendándonos que no tomáramos ninguna medida contra él, ya que no había sido un verdugo y se había limitado a aprovechar las relaciones de producción imperantes hasta entonces.
Nosotros, acostumbrados a confiscar los bienes de los grandes gamonales desde mucho antes de ser milicianos, no tocamos esta vez nada de los pequeños hacendados de la zona; no por miedo a la represión, pues sabíamos que ya nos perseguían para matarnos, sino porque éramos sindicalistas, acostumbrados a respetar la voluntad de la masas, y como revolucionarios nuestra función militar no era más que un aspecto de nuestra función política. Y nuestra función política era enseñar a los trabajadores que ellos debían gobernar y que nosotros no éramos más que un brazo armado, su instrumento de lucha, no sus patriarcas.
Los campesinos acordaron proveernos de todo lo que necesitáramos y aceptar todo lo que voluntariamente nos ofrecieran los pequeños hacendados de la zona, pero que no confiscáramos nada de éstos. Según dijeron: “Para que vean que lo que queremos los campesinos es la tierra para trabajar, pero que no somos ladrones para quitarles sus cosas”. Cumplimos con informales de nuestra amplia actitud confiscatoria con los gamonales verdugos, mostrándoles que precisamente nuestro Decreto de Reforma Agraria, a pesar de su carácter sintético, señalaba la optatividad de las medidas confiscatorias absolutas, y que Decreto subrayaba que en cada caso específico era el campesinado de la hacienda respectiva el juez que debía decidir acerca de las medidas confiscatorias y de la forma de distribución de la tierra. Se sobreentendía que la existencia de la guerrilla no era para sustituir, sino para sustentar la voluntad campesina.
Los compañeros de San Miguel comprendieron perfectamente.
Por supuesto al hacendado no le quedó más remedio que manifestar que acataba la voluntad de la asamblea.

Luego pasamos a zonas sindicalizadas, se nos incorporó un secretario general, luego otros dirigentes sindicales.
El apoyo del campesinado era casi absoluto, emocionante.
Nos alimentaba, nos vestía, nos guiaba, nos protegía.
“Coman y llévense cuanto puedan”, nos decían las compañeras llorando. “¡Ay! Nosotros tan cómodamente en nuestras casas y ustedes en el monte perseguidos. ¡Cuán doloroso es no poder servirles así cada día que están en el monte! ¡Compañeros! ¡Compañeros! ¡Hermanos!” Como nuestro estómago y nuestra mochila tenían capacidad limitada, recibíamos un poco de cada uno, para que nadie se sintiese ofendido.
Cualquier alusión a un “pago” hubiese sido un insulto. ¿Cómo les íbamos a pagar si éramos el brazo armado de ellos? ¿El hermano que lucha por el hermano puede “pagarle” a éste por los víveres que recibía para alimentarse en el combate? ¿O acaso no era por ellos por quienes luchábamos? Hubiese sido un grave error político sugerir “pago”. Sólo en una oportunidad nos vimos obligados a convencer a un compañero de que debía recibirnos dinero. Se trataba de un campesino que habitaba en una choza aislada en la puma, zona frígida. Nos dio un torillo. La explicamos que para casos como ése los compañeros nos habían dado dinero, pues no era correcto que sobre un solo campesino recayera un gasto tan elevado.
No éramos los guerrilleros quienes explicábamos a los campesinos que luchábamos por ellos, eran ellos mismos quienes nos lo decían; la razón inmediata de nuestra lucha estaba clara como el agua; nuestra lucha sindical durante años la explicaba sobradamente; la composición de la guerrilla la ratificada. Por esta razón, nuestra labor política tocaba aspectos ya más elevados: explicación del significado general de la revolución, de las tareas económicas y políticas por realizarse.
No me voy a extender en el relato de los días de hambre y sed en que racionábamos el maíz contando calmábamos la sed con el agua estancada en ciertas hojas, con el jugo de algunos tallos o de los bulbos de orquídea. Estas y otras vicisitudes son comunes a cualquier guerrillero.

Isla penal “El Frontón” 1970

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